El guerrero que reta al mundo

El guerrero que reta al mundo

Los vínculos invisibles, que unen a los seres humanos con la esencia del universo en el silencio de la sabiduría, siempre han existido para proporcionarnos una gratificante serenidad y alegría.

La sabiduría ancestral resuena de nuevo en cada rincón del planeta a través de los susurros del aire, de la belleza de la naturaleza y de un corazón abierto, como cuando oímos al cielo cantar y a las estrellas tocar el arpa y el tambor para que todos nos deleitemos mientras caminamos por nuestra senda al oír el agua y los latidos de la tierra, sonidos que reverberan en nuestro corazón creando la canción de la vida.

Estos ecos nos hacen vibrar las cuerdas invisibles para que las sintamos y recordemos que cada uno de nosotros es un guerrero que reta al mundo con la alegría que proporciona la paz, facultad necesaria para poder terminar con nuestra autodestrucción. La tibieza no es tolerada, pues trae desconfianza, herramienta que cava surcos donde nace la maleza. Actualmente, el mundo vive en la polaridad de los extremos y sus consecuencias son extremas —cada acción contiene una reacción asociada—, por eso hay que tomar medidas urgentes para liberarnos de ese poder obsesivo que es la crueldad hacia el conjunto de la humanidad. No podemos ignorar que la tierra guarda las memorias de la desesperanza y del dolor desde la llegada del ser humano; ahora es el momento de regenerar los campos áridos sembrados de miseria humana para que florezcan de nuevo bosques de mil colores y las aguas cornalinas de mares y océanos vuelvan a ser turquesas de sanación y abundancia.

Vivimos tan centrados en nosotros mismos que nos olvidamos que formamos parte de la humanidad y la naturaleza. A la naturaleza la hemos separado de nosotros, olvidándonos que todo lo que nace en la tierra, muere y se queda en ella porque todo está compuesto de sus mismos elementos y la tierra se nutre de ellos.  Sin embargo, la tememos cuando madre Gaia grita su angustia, las montañas expulsan fuego y lava que todo arrasan. Cuando ella suspira de tristeza, los tsunamis ahogan todo lo que encuentran; cuando dice, ¡basta ya!, la tierra se estremece y las casas se tambalean, caen y nosotros con ellas. Hoy en día seguimos desoyendo su voz: “es hora de dejar de odiaros y mataros”, pero somos tan ingenuos que creemos que la podemos vencer con nuestro pequeño cerebro.

La sabiduría ancestral nos recuerda que los líderes de los pueblos deben ser generadores de unión, generosidad y bienestar social y no particular. Para poder ver lo que el mal hace es imprescindible no ignorarlo; el mal se alimenta de vanidad, de mentiras, de traiciones, de un poder desmesurado cuyo único objetivo es ayudarse a sí mismo; muchos de esos líderes hablan con palabras bonitas envueltas en manipulación y engaño, cuyo manto nos va asfixiando. El guerrero que reta al mundo es libre, fuerte, íntegro, por lo que no acepta la manipulación y el poder de abuso. Su talento es el conocimiento de sí mismo, solo así podrá tomar decisiones y no seguir las pautas que otros le indican, sobre todo a través de las imágenes que le envían.  Como decía Heráclito: “hay que estudiarse a uno mismo y todo aprender por sí mismo”.

No podemos enfrentarnos a la Naturaleza, debemos ser humildes ante su grandeza, así aprenderemos a observar el orden del mundo —equilibrio individual y social—; a investigar nuestro origen para hablar de trascendencia. La sabiduría nos transmite que somos libres y dueños de nuestra vida para realizar nuestro propio destino; barre las murallas de prejuicios y fanatismos porque la libertad no se encierra. La sabiduría nos enseña a comprender el origen de la naturaleza del alma que nos otorga la percepción de totalidad, inmensidad y libertad. No se puede delegar el poder del propio corazón en otras manos. Dependemos de nosotros mismos y no de un ego amenazado que nos induce a agarrarnos al miedo.

Todos los sabios escucharon la voz de la Naturaleza que repetía el mismo mensaje a través de los tiempos: “Cada átomo tiene su cometido en la vida terrestre, los rayos del sol todo alcanzan, los océanos bañan todas las costas del planeta, el aire no tiene fronteras y la tierra crea montañas y caminos para que todos transitemos, nada pertenece a nada, todo es del planeta”. Estos seres han cambiado el mundo al abrir las puertas a otras realidades y lo han conseguido a través de su propia conexión, liberando su espíritu de la prisión de piedras y dogmas. Se enfrentaron al poder político y religioso de su época, volaron por encima de las ideas preconcebidas y estáticas y pagaron un alto precio. Siguen susurrando: “no te dejes agarrar por los pensamientos oscuros ni por las emociones de miedo, dolor, ira… dependes de ti mismo; no olvides que los apegos más difíciles de superar son los emocionales; cada persona es su propio manual de vida. Si sientes miedo es que te estás equivocado de camino. La diferencia en todo lo manifestado es el sello de individualidad y debe respetarse”. La vida es bella si aprendemos a esculpirla con bellos pensamientos y hermosas emociones. Nada ha cambiado en nuestros días, seguimos construyendo nuestra propia senda con nuestras decisiones y Gaia continúa enviándonos mensajes que seguimos desoyendo.

Los guerreros sabios saben cantar la canción de la vida y nos invitan a aprenderla. Su sabiduría sigue viajando a través de cada átomo de lo manifestado. Los caminos son diferentes, pero el objeto el mismo.  Nadie, elude impunemente las citas que le depara su destino, pues cada uno utiliza su propio manual de vida.

Buda decía: “No creas nada, no importa donde lo has leído o quién lo dijo, no importa si lo he dicho yo, a no ser que estés de acuerdo con tu propia razón y sentido común”.

La sabiduría ancestral no es un conocimiento libresco, es el modo con que experimentamos la vida. Hay hermosos vínculos invisibles que hacen vibrar nuestra alma cuando escuchamos la hermosa canción de la vida cantada por el guerrero que reta al mundo con alegría.

Los dioses nunca nos abandonan, somos nosotros los que los abandonamos.

(foto privada)

Recuerdos de mi infancia

Recuerdos de mi infancia

A finales de septiembre, cuando la naturaleza comienza a tocar la melodía del vals de otoño, decidí ir a pasar unos días en un pequeño pueblo montañero.

Al anochecer, cuando las luces iluminan y la gente se recoge, fui a dar un paseo por sus calles empedradas, sentía las energías de sus viejas casas e iba escuchando historias que las piedras me contaban. Al día siguiente fui a visitar un antiguo monasterio donde sus murallas aún guardan huellas de lucha, aunque siguen en pie para cantar a la vida, ahora son murallas de recogimiento y no de protección de lucha; sus jardines vivos llenos de flores blancas que rivalizan con las etéreas y ligeras nubes de verano, cuya fragancia envuelve el aire me hacen recordar que aprendemos de los rumores del viento y de la belleza de la naturaleza.

Después de este bonito paseo entré en una pequeña y acogedora cafetería; me senté en la mesa más alejada para seguir disfrutando esa fragancia que tanto me seduce. Mientras esperaba al camarero me di cuenta de mi cansancio, de cuánto echaba de menos el silencio, la fuerza y belleza de la naturaleza y sobre todo la serenidad que me transmitía. Mi vida estaba pasando por tormentas devastadoras, me encontraba en medio de una espesa bruma, no había marcha atrás, solo quedaba seguir hacia alguna parte. A mi derecha se sentaron unas señoras que no paraban de hablar y reír. Con tanta jarana, mi deseo de tranquilidad se interrumpió, las miré con cara de pocos amigos, pero me ignoraron y siguieron con sus risas. Quería marcharme, en ese momento apareció el camarero.

Las señoras contaban las peripecias de su fin de semana en un pueblo perdido entre las montañas. ¡Qué sorpresa me llevé cuando lo nombraron!, hablaban de mi pueblo, ese lugar del que hui hace tantos años. Tuve una sensación de vértigo, un tsunami me arrolló por completo, me ahogaba en mis emociones y recuerdos. Sentí cómo mi alma lloraba de desesperación.

Como un rayo alumbra la noche oscura, me vino la imagen de sus calles polvorientas, la casa familiar, sentí el olor a vaca y a fuego de leña; oía risas, llantos… “Volví a estar en ese domingo en que mi hermano mayor cumplía trece años. Se levantó con sigilo para no despertarnos, puso trece tazas de barro, una jarra de leche, pan y mantequilla sobre la gran mesa de madera que tantas grietas tenía, pero mi madre se había adelantado y le había preparado su tarta favorita de queso y frambuesas. Día de fiesta, de alegría, de dulces y algún regalo. La imagen de mi padre mirándonos alegre y orgulloso me sobresaltó. Mi padre era un hombre de montaña, alto, vigoroso, con mirada profunda, parco en palabras y tenía un corazón hecho de nubes blancas. Amaba el campo, trabajaba de sol a sol, casi no lo veíamos excepto los domingos donde era día de baño y fiesta porque en casa no había agua, teníamos que ir con cubos a sacar el agua del pozo que estaba en el patio, momento de alegría y juegos. Algarabía, llantos y risas, sonidos y recuerdos que me hacían sonreír y al mismo tiempo sentir nostalgia de mi gran familia.

La casa era de piedra y vigas de madera, típica de montaña, tenía dos plantas, en la planta superior las habitaciones y en la planta baja la cocina con un gran patio y en medio un gigantesco roble al que todos subíamos y todos, en alguna ocasión, bajábamos muy deprisa para gran disgusto de mi madre —más nos dolía su regañina que el dolor de la caída—. De súbito me envolvió el aroma de mi madre —olía a campo, a rocío, a tierra—. Vi su hermosa sonrisa de amor y ternura, su mirada limpia y profunda como la de un recién nacido, mis ojos se llenaron de agua y parpadeé con fuerza para sacar ese dolor punzante por su vacío, ¡cuánto la echaba de menos!

Mi madre era una antorcha de fuego dorado que todo iluminaba, nos inculcó el amor a la naturaleza, nos mostró su sabiduría, nos enseñó a escuchar las historias de los árboles, de las montañas, a sentir la dulzura del agua del riachuelo, decía que en todos ellos habitaban seres invisibles que siempre nos ayudaban, pero para oírlos debíamos aprender a escucharlos; “recordad que la vida guarda en cada manifestación sus memorias presentes y pasadas”. Nos educó con valentía y fuerza para hacer frente a la vida y poder enfrentarnos a nosotros mismos, ese es el gran desafío, nos repetía; nos insistía en trascender los velos que nos envuelven para desentrañar los secretos que hay detrás de ellos.

Recuerdos de fogatas con cantos, historias, alegrías. Hubo una noche de verano muy especial, como siempre fuimos al bosque, mi madre hizo una fogata, le gustaba contar historias alrededor del fuego chispeante sobre las estrellas que forman carros, animales, cinturones de guerreros. Mientras la escuchaba, me sentí atrapado en la noche de los tiempos y dibujé algo en la tierra. Mi madre calló y me observó, vi en su mirada algo especial. Al día siguiente, ella y yo volvimos a ese lugar. Me preguntó: ¿qué significa ese dibujo? La miré extrañado, pues sabía que ella lo conocía. Le conté cómo me sentí en el momento en que lo dibujé, también le dije que desde hacía tiempo soñaba con un lobezno blanco y un lago pequeño en una cueva; asintió con dulzura y me abrazó de forma especial, sus ojos llameaban amor. A partir de ese momento, empezó a revelarme otros secretos del bosque, del agua, de las montañas, de la tierra, del fuego.

Me despertaba al amanecer para que la acompañara a buscar raíces, hierbas y flores, me repetía: “huele el rocío y siente como las flores, la tierra, los árboles se despiertan; observa los colores del amanecer y los colores de las energías que habitan el bosque; escucha la voz del viento que te contará la historia de las montañas cuya sabiduría se esconde en cada átomo de polvo. Siente desde tu corazón las fuerzas de la naturaleza, así vivirás la aventura de tu alma. El Creador vive en todas partes, en el polvo de cada camino, en cada casa, en cada árbol, en cada ser, pues es el sol, el aire, el agua, la risa, el llanto y se manifiesta en la naturaleza y en cada ser vivo a través de las leyes naturales de la vida”.

Desde siempre había visto a muchas personas que venían a casa para buscar consuelo y sanación, ella les preparaba unas cocciones para que mejoraran, mi madre era la chamana y una tarde mientras recogíamos raíces, hierbas, flores y algunas piedras, me comentó: “el chamán posee una creencia profunda en la naturaleza y en el cosmos, la naturaleza es su aliado más poderoso; debe pasar por pruebas exteriores e interiores, sabe que cada persona es dueña de su destino, que el alma es inconquistable, que el Creador vive CON la humanidad a través de la relación. También ayuda a su comunidad y les hace ser responsables de sus actos. El chamán es el guardián de las melodías de la naturaleza y debe transmitirlas”. ¡Tenía tanto que aprender!; cuando mi madre intuyó que estaba preparado, me llevó por un camino que desconocía, nos encontramos con mi abuela que la abrazó con gran dulzura, sus ojos destellaban rayos de amor, ambas lloraron en silencio. Sin mediar palabra, mi abuela se dio la vuelta y yo la seguí… Caminamos unas horas hasta llegar a una llanura donde había pequeñas casas de madera; muy cerca se oía el ruido de un caudaloso río. Pasé unas semanas entre ellos mientras aprendía. Una tarde, mientras hablaba con mi abuela, le comenté mi sueño recurrente —un lobezno blanco y un pequeño lago en una cueva…—.

Al día siguiente mi abuela me dijo que me preparara para partir, mis ojos expresaron dudas, pero continuó diciendo: “tu madre, antes que tú, también tuvo que hacer ese camino, ir a la cueva del lago medicina para recuperar sus memorias; saldrás en cinco días”. Al quinto día, justo antes de que la gran bola de fuego emergiera, me entregó algunas provisiones y su bastón: “encuentra la cueva del lago si es tu destino, y vuelve cuando hayas recuperado la memoria” dijo. En mi última noche volví a tener el sueño —estaba caminando hacia una gran montaña cuando oí un pequeño llanto, me acerqué y vi a un lobezno blanco, estaba escondido debajo de su madre muerta. Con cuidado lo cogí, le di agua y le susurré: ¡no tengas miedo, cuidaré de ti!, eso fue suficiente para que los duendes de la naturaleza hicieran el resto—. Así desperté y empecé mi camino.

Al ir avanzando por el camino, la montaña se hizo más visible; cogí el sendero de un desfiladero, el sonido del río era profundo, me paré en un risco a descansar, me pareció oír un pequeño llanto, me vino a la memoria mi sueño y me acerqué con cautela. Vi a una loba muerta, debajo un cachorro blanco, lo cogí y como en mi sueño le susurré: “¡no tengas miedo, cuidaré de ti!”. Pasaron dos semanas antes de llegar a un valle. La vista era majestuosa, de una belleza tan singular que mis manos se elevaron para dar gracias por esa maravillosa creación. No muy lejos se veía cuatro montañas que parecían los dedos de una mano gigante, algunas águilas nos observaban bailando en círculos y me recordaron que ese lugar era sagrado. El cachorro, que se llamaba “Lobo”, correteaba contento y aullaba, supe que echaba de menos a su manada; hacía días que había visto a un gran lobo blanco que nos seguía a distancia. Lo llevé cerca de unas rocas y lo dejé, sabía que la manada acechaba, me quedé esperando hasta ver cómo se iban juntos y el jefe de la manada me lo agradeció con su mirada y aullando se fueron.  Di las gracias en silencio a mi madre por sus enseñanzas.

Volví sobre mi camino y de vez en cuando veía al gran lobo blanco que aullaba para indicarme el camino cuando me extraviaba; oía la voz mi madre: los animales son intuitivos y buenos. Había una cascada y me paré a observarla, justo a un lado vi un entrante; la cueva era espaciosa, en el fondo había un pequeño lago, seguramente del agua que se filtraba por la pared. Estaba muy cansado, preparé una pequeña fogata y me quedé dormido. Una luz brillante me despertó. Miré hacia el lago y vi a una mujer que vestía una túnica azul zafiro, tenía una estrella dorada de cinco puntas en el pecho. Su dulzura me conmovió, sin decir nada, nos sentamos frente a frente, con las piernas cruzadas. Su sonrisa era cálida y serena. “Te estaba esperando”, dijo. Yo, en cambio, no pude decir nada, estaba fascinado de ver a esa hermosa mujer atemporal.

Ella sonreía y al cabo de unos minutos, hablé: “mi abuela me envió para recuperar mi memoria”.

—Lo sé; ha llegado el momento de recuperar tu conocimiento, tu sabiduría, tu responsabilidad. Sus ojos relampaguearon como si una bola de luz hubiera explotado.

Ella veía mi desconcierto y podía oír mis pensamientos, me miró y susurró: “todo a su tiempo”.

Me desperté con un gran sobresalto, el sol empezaba a brillar con fuerza en el exterior. Fui al fondo de la cueva y justo al lado del lago medicina vi huellas de pisadas pequeñas y una estrella dorada de cinco puntas en el suelo.

Durante cuatro noches tuve la misma experiencia, en la quinta noche fue la señora quien me despertó, cogió mi mano, salimos y subimos por el sendero hasta la cima; las estrellas estaban bajo nuestros pies, brillantes, cálidas, hermosas. Nos sentamos en silencio y oí la melodía del cosmos que solo la vibración del amor puede crear. Puso su mano en mi corazón y apareció una estrella dorada, su fulgor me absorbió y me llevó a través de una espiral de luz por universos lejanos donde había millones de planetas cristalinos.

Reconocí un lugar, todo era de cristal blanco donde los rayos desviaban luces de colores brillantes, vi algunas figuras esbeltas y cristalinas que se alegraron de verme, oí en mi interior una voz: “no olvides de dónde vienes cuando vivas en del olvido, la estrella dorada que habita en tu corazón te recordará quién eres y de dónde vienes, te dará fuerza y amor para restablecer tu equilibrio cada vez que caigas. Es importante que sientas y mires todo a través del corazón”.

Como un flash, la visión de mi esencia, de mi verdadero hogar fue tan fuerte que solo tuve deseos de permanecer en esa mágica dimensión, sin embargo, recordé mis palabras al pronunciar el juramento sagrado de fraternidad para ayudar a los demás, no podía olvidar que en el planeta habitan los contrarios, la infinitud de la esencia y la finitud de la existencia. Volví a estar en la cima de la montaña con la hermosa mujer atemporal que cogía mis manos y sonriendo desapareció.

Supe que había recuperado mi memoria”.

Una profunda carcajada me devolvió a la cafetería. No había pasado ni dos minutos, comprendí que el tiempo y el espacio no existen en el universo del alma, el “ahora” es vivir en el alma; el ahora no es una unidad de tiempo. Miré a las señoras agradecidas y recordé unas palabras de mi madre: “El Creador se representa en la naturaleza a través de sus leyes naturales y en las personas a través del amor y del buen humor”. Eché una mirada hacia mi vida, me vi abatido, mi corazón vacío, casi sin latidos, mis ojos secos y me acordé por qué sentía esa aridez… —Otra vez estaba en mi pueblo, era feliz de hacer lo que hacía hasta que conocí a esa persona que me dijo y convenció: “puedes sacar provecho de tu conocimiento y sabiduría”, y sin darme cuenta me sumergí en una espiral material de competición y ego, así empezó mi camino hacia el olvido, me extravié en un cruce de caminos, me olvidé de sentir, sepulté mi estrella dorada, me hundí en ese mundo donde las apariencias es la tarjeta de visita, sentí mi soledad rodeada de gente y mi llanto silencioso que cada noche me acompañaba cuando la luz se apagaba—. Dejé de sentir por tener. Alto precio pagué al haber huido de ese pequeño pueblo donde la vida se vive entre cristales de colores y cantos de la naturaleza.

Me uní a sus risas y entablamos una conversación de lo más variopinta y sanadora.  Nunca sabrán el regalo que me habían hecho. Sentí de nuevo el pequeño cosquilleo de mi estrella dorada que me devolvió la presencia invisible, pero tangible de la señora de la cueva, de mi abuela, de mi madre, de mi pueblo, todos volvieron para darme ánimos y fuerzas. Una sonrisa iluminó mi cara, sentía los rayos dorados de mi ciudad de cristal que, aunque lejana, siempre está cercana.

Volví a mi pequeño pueblo de senderos de polvo y viento.

Vivir es recuperar la memoria del olvido, saber que la naturaleza y la magia se funden para hacernos comprender que somos el maestro de nuestro destino, que nuestra alma es inconquistable y que la presencia de la esencia siempre nos rodea. Como decía Séneca: “el hombre más poderoso es aquel que es dueño de sí mismo”.

(Foto privada)

El desafío de la iglesia invisible

El desafío de la iglesia invisible

En general, los hombres juzgan más por los ojos que por la inteligencia, pues todos pueden ver, pero pocos comprenden lo que ven, decía Nicolás Maquiavelo.

Huimos de la cara oscura del alma donde habitan nuestras sombras —miedos, maldades, dolor, ira—; no queremos acercarnos a ese lugar porque nos asusta lo que vamos a encontrar, pensamos que si lo escondemos todo va a pasar, pero esas sombras llaman a nuestra puerta, una y otra vez, para que las reconozcamos y comprendamos; ellas son nuestros traumas y heridas.  Khalil Gibran decía: “Cuando planté mi dolor en el campo de la paciencia, dio frutos de felicidad”.

Nuestro mundo está construido en la dualidad, por lo que el ser humano debe experimentarla y decidir bajo su responsabilidad y compromiso su propia experiencia. Esa decisión es la que nos conduce hacia un extremo u otro de nuestra polaridad. El ser humano es complejo, con muchas conexiones simultáneas —pensar (dudar, negar, imaginar, crear), sentir (emociones que nos elevan o nos hunden), fe (creencias diversas)—, lo que hacen de él un humano especial y único. También tiene una conexión espiritual a través de su alma, que no tiene nada que ver con su creencia, pues el alma forma parte de la fuerza vital, esencia del todo, que nos permite ser y existir.

Esa conexión múltiple, biológica, emocional, mental y espiritual, es la que conecta a toda la humanidad como unidad de todos los seres humanos, con distintas trayectorias, culturas y creencias, lo que nos hace ser diferentes, pero no enemigos. Cada persona es dueña de su destino, se nutre de las simientes de su propia historia, de sus valores con los que riega y hace florecer la armonía en su vida o los deja morir por abandono y desidia. Cuando hemos comprendido y aceptado que somos algo más que un cuerpo físico es cuando estamos preparados para esculpir nuestra iglesia invisible con las sombras y luces de nuestra vida.

¿Qué es la iglesia invisible? Es el lugar donde los edificios, dogmas e intermediarios no existen, pues se construye en nuestra parte más profunda e íntima, donde la alquimia con su llama dorada convierte el miedo en coraje, el dolor en bienestar, el odio en amor.

Para que la humanidad pueda avanzar individual y socialmente es necesario la libertad y serenidad, así cada ser puede aportar a los demás su singularidad y libre pensar. Los seres humanos somos iguales y únicos al mismo tiempo, no somos nuestra cultura ni nuestra sociedad, somos seres individuales que nos interrelacionamos para vivir en sociedad. Ya sabemos que, si muchos caminan en la misma dirección, el camino aparece. Cada paso que demos con libertad, justicia y paz nos acercará al sendero de la moderación y del equilibrio, alejándonos de la violencia, caos, injusticia, traición, de los extremos que tantos cuerpos fríos han dejado abandonados en las cunetas.

Seguimos atravesando, momentos de crisis, es hora de recordar la historia que es conocer los acontecimientos provocados por seres humanos en el pasado.  Olvidar la historia es un error y no aprender de ella es aún peor. En la actualidad —al igual que hace miles de años—, algunos dirigentes abusando de su poder y creyéndose dueños del mundo invaden países sembrando muerte y angustia porque sus egos malvados necesitan alimentarse de dolor y sufrimiento; son incapaces de ver que dentro de sus fronteras existe un gran malestar entre sus ciudadanos por la pobreza que es una terrible violencia y por la ausencia de derechos humanos.

¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?, preguntaba en voz alta Gandhi. Gran pregunta para esos autócratas que se esconden porque en el fondo tienen miedo. Hay mucho dolor y terror enterrados en la tierra; los dirigentes tienen una responsabilidad muy grande con sus conciudadanos y si no son capaces de dirigir el país honestamente deben retirarse.  ¡Hay que acabar con ese estado de locura que es el abuso de poder en cualquier situación!  Los tiranos parecen invencibles, pero siempre caen, decía Mohandas Gandhi. El camino del bienestar es tanto individual como social, la sociedad está formada por seres humanos únicamente y como tales debemos comportarnos; anular la libertad es romper el equilibrio y el respeto de la vida. La revolución de la conciencia de la iglesia invisible surge a través del autoconocimiento que es el pase para entrar en ese cielo abierto sin nubarrones grises. Tener consciencia de uno mismo nos permite dialogar con los demás sin necesidad de imponer nuestro criterio.

Muchos piensan que Dios debe evitar ese dolor y muerte, pero en realidad las masacres, miserias, guerras siempre han sido provocadas por seres humanos y es nuestra responsabilidad, como tales, solucionar este gran problema urgentemente, sin más crueldad ni violencia, usando únicamente la herramienta más importante que tenemos, la palabra, mediante un diálogo sereno y honesto.

La iglesia invisible forma parte de nuestro mundo visible, pues es nuestro corazón abierto al mundo, entregando cariño con un corazón cálido, compartiendo serenidad y alegría, procurando que la gente viva con dignidad y libertad. Sin diferencia no hay concordancia, tiene que haber diferencias para llegar a un acuerdo, eso forma parte de la vida individual y política, por esto, los políticos que dirigen los países deben ser generadores de paz, bienestar, justicia y libertad; tienen la obligación de hacer florecer su país en lugar de dejarlo morir en la sequedad de un desierto árido de cuerpos fríos.

Cada noche la luna esculpe las sombras que producen las luces del día; de la misma manera que cada día nosotros esculpimos nuestra vida con sombras y luces sacando fuerzas de flaqueza, sin embargo, sabemos que poseemos la capacidad y tenemos la posibilidad de crear nuevas obras.

Como decía Shakespeare “Ser o no ser”, de esta elección depende el gran desafío de la iglesia invisible individual, esculpir obras sublimes o vulgares.

(Dibujo Lorena Ursell. “La Naturaleza del Ser Humano”)

El telescopio mental para descubrir la alquimia espiritual

El telescopio mental para descubrir la alquimia espiritual

El ser humano es el único ser que puede transformar su sombra en luz. Es un habitante de dos mundos —visible e invisible— y puede crear puentes para que todos podamos atravesarlos y llegar al reino interior de la luz suprema.

A lo largo de la historia, poseer el conocimiento de la alquimia otorgaba poder a aquel que sabía transformar oro en plomo. Sin embargo, la alquimia no solo es transformar metales. La verdadera alquimia es transformar nuestra oscuridad en luz para poder tener una vida más alegre y equilibrada. Esa transformación genera la mutación de nuestra conciencia, lo que nos permite distinguir y aceptar los contrarios, la luz y la sombra son necesarias para crear un hermoso cuadro; cuando somos conscientes de nuestra existencia se despierta una fuerza en lo más íntimo de nuestro ser que nos empuja a buscar y avanzar, muchas veces a contracorriente, pero el ansia de seguir avanzando procura al alquimista entusiasmo, comprensión y conocimiento para seguir ahondando en los misterios, en las fuerzas del cosmos y del universo personal.

La búsqueda de la metamorfosis del oro filosófico, esencia del alma, no es privilegio de algunos, todos tenemos la capacidad de transformación si nos lo proponemos y, ese privilegio, no tiene nada que ver con creencias, mitos o ideas sociales. Cuanto más nos interiorizamos, más comprendemos los entresijos de la vida al aceptarlos porque somos conscientes de nuestra experiencia, lo que nos permite cruzar la frontera de nuestro pequeño yo.

Como decía Carl Jung: “El peligro más grande del hombre es el hombre, y lo más peligroso son las epidemias psíquicas”. No podemos olvidar que somos seres humanos que vivimos experiencias que no deseamos lo que provoca miedo, ira, dolor, pero tampoco queremos salir de nuestra zona de seguridad, lo que nos lleva a reaccionar, muchas veces, con violencia hacia los demás.

A través de la sabiduría de la energía transformadora aprendemos a conocer nuestro cuerpo —conciencia viva—, compuesto por las mismas células de luz que el cosmos. Nuestro cuerpo físico está formado no solo de carne y huesos, sino además de emociones, pensamientos y sentimientos, todo íntimamente entrelazado para crear un universo único a cada instante, nuestra vida.

Nuestro cuerpo emocional es complejo y muy importante, a través de las emociones vivimos momentos agradables y dolorosos. Muchas veces el dolor sufrido en nuestra infancia, al ser vulnerables, deja profundas fisuras difíciles de ocultar. Las heridas del pasado, si no se han curado, siguen afectando nuestro actual comportamiento, pues, aunque las hayamos rellenado de olvido, siguen latiendo con fuerza hasta que un recuerdo (grande o pequeño) las devuelve a la vida, desatándose una tormenta de emociones incontrolables, volviéndonos incluso peligrosos si actuamos con una ciega violencia. Sin embargo, si hemos sanado las heridas del pasado, cuando emerge un recuerdo y toca nuestras fibras sensibles, no habrá dolor ni violencia, solo un hecho acontecido.

Nuestras propias sombras nos asustan y aunque anhelemos la dicha y rechacemos el dolor, no estamos dispuestos a salir de nuestra zona de confort. Una persona que hace daño a otra no es consciente de sí misma y no aprenderá hasta que sea consciente de su conducta. El cuerpo mental es sutil, complejo y poderoso. La mente es tradicional y toma decisiones usando nuestras experiencias que provienen de nuestro entorno familiar y social; también es donde habita el ego —enemigo invisible de la serenidad y alegría que nos arrastra hacia abismos insondables—, el ego nos impide, a través del miedo, salir de la rutina asfixiante de las ideas preconcebidas y ofuscaciones. Todos sabemos lo que hace sufrir un ego lastimado.

La mente puede ser nuestro mejor amigo y nuestro peor enemigo. Los demonios transitan por nuestra vida con disfraces propios y ajenos que crean el mal que no es otra cosa que un veneno de la mente y nos hace sentir desprecio por nosotros mismo y por los demás a través de la adicción, soberbia, codicia…, pero existe el antídoto a ese veneno, el alma que si aprendemos a escucharla nos alimentará con confianza y serenidad para tomar decisiones con responsabilidad.

Nuestro cuerpo es la mayor obra de arte jamás concebida; además de nuestro cuerpo físico —(biológico, emocional-mental) con sus sentidos externos (vista, oído, olfato, gusto, tacto) que nos permiten disfrutar de la vida—, poseemos el cuerpo espiritual, el gran abandonado, con sus facultades internas (lucidez, imaginación, memoria, intuición, creatividad) que nos permiten concebir nuevos mundos en nuestra vida para un mayor bienestar de todos; el conocimiento de todos los cuerpos nos ayuda a observar su buen funcionamiento en todas sus dimensiones y a sentir la vitalidad interior y la percepción sensorial para crear alegría en nuestro interior y poder compartirla con los demás.

Rumi decía: “No te sientas solo, el universo entero está en ti”, así el alquimista disfruta mirando a través de su telescopio mental para traspasar sus límites e ir al encuentro de la trascendencia —conocerse a sí mismo—, principio de la sabiduría, pero recordemos que para ello necesita comprender los entresijos de su vida. Él sabe que es un alma encarnada en un traje físico.

Todos somos diferentes sin ser enemigos y debemos honrar nuestro cuerpo para venerar nuestra alma. Deberíamos preguntarnos: ¿Qué nos hacemos a nosotros mismos con la vida que llevamos? La respuesta nos pertenece a cada uno de nosotros, así como nuestras elecciones.  Nada está predestinado, todo depende de nuestras decisiones. La vida se vive con riesgos, “sin combate, el guerrero de la vida no existe”, le decía el alma a su compañera.

(Dibujo Lorena Ursell, “La Naturaleza Sagrada del Ser Humano”)