Vidas enteras, de ascetismo o desenfreno, de riqueza o pobreza, no nos llenan y sentimos un vacío, el vacío del alma.

Vidas que como una noria van subiendo y bajando, a veces, al cielo y, otras, a ras de suelo. Vidas de fachadas materiales o profesionales, fachadas vacías y deterioradas y cuando la fachada se derrumba sentimos un dolor profundo porque nuestro tiempo se ha terminado y sentimos un vacío, el vacío del alma.

Vivimos corriendo en el tiempo y mirando al mañana, siendo autómatas, sin comprender nuestras acciones porque no sabemos lo que hacemos. Sentimos un vacío, el vacío del alma que nos susurra, que debemos despertar.

Cuando la vida nos pone delante de otro cruce de caminos, muchas veces, nos sentimos mal porque el miedo nos atenaza y nos paraliza, el odio nos vuelve ciegos y nos corroe, los temores nos llenan de dudas y los sinsabores de amargura. Nuestra confusión es tan grande que no sabemos hacia dónde dirigirnos o si queremos avanzar; sentimos un vacío, el vacío del alma que nos reclama que debemos despertar.

La sabiduría, al igual que la copa de un árbol, va creciendo hoja a hoja —experiencias que nos aportan lecciones, sabiduría que nos aporta enseñanzas para mejorar nuestra vida, haciendo crecer el discernimiento, la serenidad y la paciencia en las experiencias de la existencia—.

Creciendo, despertamos a la conciencia, a la felicidad, haciendo crecer el árbol de la paz en el camino que nos lleva hacia las estrellas.