Vivimos en un laberinto cuyos caminos son arduos y complejos, poniendo a prueba cada día nuestra conciencia. Los caminos están llenos de trampas, engaños, manipulaciones, mentiras; tenemos pocos momentos de felicidad, de risas porque hemos olvidado ser amables y agradecidos. Nosotros somos el camino y debemos crear nuestro propio recorrido; por sí solo el camino no nos lleva hacia la salida del laberinto, nuestro destino.

Nos hemos acostumbrado a vivir bajo nuestra piel de lobos, en ese mundo de tragicomedia, cayendo en las trampas cubiertas de flores blancas; trampas de ambición, de egoísmo, de querer alcanzar la cima, cueste lo que cueste; lo que nos produce un profundo estado de inconsciencia y aflicción porque la vida nos devuelve a la confrontación de nuestras acciones y reacciones haciéndonos vulnerables y lamentándonos más tarde.  Antes de una confrontación, debemos explorar nuestro desorden más profundo para encontrar nuestro orden. Como decía Nietzsche, “se necesita el caos en sí mismo para dar a luz a una estrella que baila”.

En este laberinto hay muchas clases de reglas, normas y leyes que rigen nuestras vidas, pero podemos agruparlas en dos. Ley del Gobierno y Ley de la Conciencia. La Ley del Gobierno es necesaria para mantener el orden y una convivencia pacífica entre los ciudadanos, aunque es imperfecta y contiene muchas fisuras. La Ley del Gobierno no es suficiente para alcanzar la paz ni la justicia, hay muchos políticos y personas influyentes que se creen por encima de la ley y hacen lo que desean sin importarles las consecuencias hacia los demás. Todas las decisiones tienen repercusiones en las personas.

La Ley de la Conciencia, es innata a cada alma, por lo tanto, personal, y nos incita a un comportamiento correcto de respeto y justicia, de generosidad y tolerancia, de dignidad y libertad; por eso, la Ley de la Conciencia es nuestro legado a la Humanidad. Esta Ley es el barómetro de nuestro propio desarrollo. Todos dejamos en nuestra vida una huella positiva o negativa en la familia, en los amigos, en los colegas o incluso en las personas anónimas que nos encontramos una vez en la vida; solo depende de nuestro comportamiento que sea una huella de amor o una huella de indiferencia.

A través de nuestra historia, el ser humano ha dejado su huella en el arte, en la poesía, en la música, en la arquitectura… dejando una estela de amor en la piedra… Hemos vivido periodos de renacimiento y muerte y, en la actualidad, con tantos progresos científicos e industriales que permiten vivir mejor en algunas partes del planeta, aunque en otras peores; nos hemos vuelto a olvidar de lo más importante de la vida, el ser humano con su dignidad y libertad. Nuestros días son una carrera sin fin, frenética, sin rumbo que no nos permite ver lo que ocurre a un paso de nosotros. No nos preocupa esa persona que pasa a nuestro lado porque en el fondo no nos preocupamos por nosotros, la ignoramos como nos ignoramos y si tenemos prisa la empujamos y pasamos por encima que es a lo que estamos acostumbrados.

Nos estamos convirtiendo en robots de inteligencia artificial, sin emociones ni sentimientos donde ser agradecidos, amables, sonreír y disfrutar de la vida y de la compañía de otras personas, ha quedado relegado a un mero diseño de latón, de pantallas haciéndonos sentir que somos alguien si tenemos miles de amigos virtuales, pero en el fondo somos infelices, estamos deprimidos y caemos en un abismo de violencia y dolor por nuestra soledad detrás de un ordenador.

El curso del tiempo no lo podemos parar ni tampoco podemos volver atrás, pero sí podemos transformar ese robot artificial en humano emocional, buscando la manera de volver a sentir que todos somos seres humanos y necesitamos dignidad, respeto y libertad para continuar nuestro camino y llegar a nuestro destino, la salida del laberinto.

Recordemos que somos el súmmum de la creación.