Noches enteras de fiesta hasta altas horas de la mañana, donde el alcohol bañaba mi cuerpo tanto por fuera como por dentro, muchas veces acompañado de alguna que otra sustancia como aperitivo, perdiendo la consciencia más de una vez, así como a mi única hermana, quien estaba harta de mis borracheras y sus consecuencias.
Un día después de una noche loca de tanto alcohol y polvos blancos conduje dando bandazos hasta que mi coche chocó contra una escultura en medio de una rotonda, quedándome inconsciente. Un policía me llevó al hospital y cuando me desperté me condujo a la comisaría y después ante el juez, quien me envió a un centro de desintoxicación en lugar de a la cárcel.
Mi ingreso en ese tranquilo lugar fue de todo menos apacible. Mi chulería y falta de respeto hacia los demás, tanto cuidadores como personas que estaban recibiendo ayuda, fue de lo más grosero e insolente. Busqué con desesperación lo que me faltaba porque el síndrome de abstinencia me volvía loca, incluso me escapé para ir en busca de cualquier cosa. Después de pasar unos días sin salir de mi habitación, mi cuidador me dio a elegir: “vas a las charlas o vas a la cárcel”. Mi decisión me llevó a la sala de reuniones donde cada uno contaba su drama.
Entre varias historias, una me tocó muy cerca, un compañero de fatigas empezó a hablar de su madre, del hambre que pasó, de cigarros a punto de encender una hoguera, de decenas de botellas vacías pero nunca comida. Mi memoria empezó a abrirse como una flor en primavera, pero no en belleza, sino en dolor y angustia. Mis recuerdos se agolparon con violencia. Reviví una escena que aún la tengo grabada a fuego: “una noche fría de invierno con mucha nieve en la calle, mi madre quiso hacer un trineo con el felpudo para bajar la empinada calle, me cogió entre sus brazos y nos lanzamos calle abajo, yo tenía 4 años, al final de la calle nos chocamos contra un coche que en ese momento estaba parado por un semáforo en rojo; ella se cayó al suelo y yo me hice daño en los brazos”. Emergieron imágenes que tenía enterradas en la profundidad de mi alma, recordé las veces que mi hermana y yo pasamos hambre; las veces que veíamos a nuestra madre tendida en el suelo al volver del colegio, hasta que un día no se levantó. Los servicios sociales nos acogieron, nos separaron porque mi hermana era mayor. Las nuevas casas de acogida cambiaron el alcohol por malos tratos y violación. Cuando tuve edad suficiente me escapé para no volver y me dediqué a hacer lo que más me había dolido ver, “beber hasta desmayarme”.
Esos recuerdos abrieron una herida sangrante, aun sin cicatrizar, volviéndome huraña e irascible, me refugié en mi habitación; no quería hablar con nadie porque me avergonzaba de mí misma, —volví a oír las mofas de los niños en la escuela, oí el rugido del hambre, veía a mi madre tirada en el suelo…, las casas de acogida y a ese hombre mayor al que llamaban abuelo—. Lloré sin parar, pero no por mi madre o por el abuelo, lloré por mi autodestrucción, ¡cuántas veces quise volar!
El cuidador nunca se daba por vencido y volvió con su ayuda y consejos y volví a las charlas, a los dramas de otras vidas, hasta que comprendí que todos llevamos un gran dolor encerrado en nuestro corazón porque somos fragmentos de nuestro pasado. Reconocí que la autocompasión no lleva a la solución, a cada uno nos toca decidir si queremos entrar por la puerta y vaciar nuestro corazón o entrar por la ventana a trompicones haciéndonos daño y dejando moratones. Tardé unos meses en darme cuenta de que hay otra vida fuera de la droga y del alcohol. Cuando se acercaba el día de mi salida, tuve un ataque de angustia, no quería irme, me sentía segura dentro de ese lugar y sentía que allí era fuerte y podía hacer frente a mis demonios de ruidos, bares, fiestas, recuerdos y dolor.
Mi cuidador, al sentir mi angustia, vino a hablar conmigo, me hizo comprender que lo más importante en mi vida en ese momento fue descubrir quién era yo. Acepté que mi vida ha sido la que fue y no podía cambiarla, pero sí aprovechar esta oportunidad para volver a empezar.
Al tercer día de estar en mi casa, entre el ruido de la calle, mis amigos invitándome a una copa, la música, el tabaco estuve a punto de recaer, pero los recuerdos me golpearon con violencia y recordé lo que mi cuidador me dijo cuándo lloraba de desesperación: “tu vida es la que y es la que fue. No puedes cambiar el pasado, pero las dificultades te dan nuevas oportunidades. El diálogo contigo misma es el más importante porque de él dependen tus decisiones y acciones. Nada ha sido inútil en tu vida, tus esfuerzos y combates te han llevado a ser la persona que en la actualidad eres. Todos gritamos y lloramos, nos enfadamos con todas las personas que nos rodean, sentimos un dolor desgarrador en nuestra alma causado por la autodestrucción; sin embargo, hemos aprendido que cuando nos caemos y nos hacemos daño, con voluntad y esfuerzo nos levantamos. La vida tiene piernas y se mueve, el único gran problema consiste en dormir despierto, en la inacción o autocompasión”.
He vuelto a tener contacto con mi hermana y juntas hemos llorado el dolor y el tiempo perdido. Decidimos ir juntas al Centro cada semana para ayudar y dar apoyo a otras personas. Muchas veces repito una y otra vez lo que a mí me dijeron el primer día: “Sé valiente y mírate al espejo, descubre quién eres, atrévete a dialogar contigo, aprende a reflexionar y a inspirarte de la vida”.
Todos somos fragmentos del pasado, el dolor incluso nos puede llevar a la autodestrucción, pero siempre hay alguien a nuestro lado que nos tiende un lazo o nos da un abrazo para ayudarnos a salir de ese pozo oscuro. Como decía Winston Churchill: “nunca rendirse, nunca, nunca, nunca, nunca en nada grande o pequeño, importante o insignificante, nunca te rindas”.