El espíritu del cosmos vive en cada átomo de la naturaleza, de los elementos y seres que habitan en el planeta, animados e inanimados, por lo tanto, conoce el secreto de sus naturalezas profundas, sintiendo sus vibraciones de caos y orden, de alegría y tristeza.
Desde el comienzo de la historia de la humanidad, la vida siempre ha sido un combate sin tregua en todos los rincones del planeta; sin embargo, la vida en la tierra no se creó para ser un campo de batalla entre seres humanos. Todas esas guerras sin piedad han tenido y tienen un denominador común: poder; todos sabemos que para que unos ganen otros deben perder. Han pasado muchos milenios y, en la actualidad, solo se ha cambiado la forma de hacer la guerra, como consecuencia de tanta destrucción, la humanidad se siente como una marioneta y vive sumida en el miedo en algunos lugares de la tierra, al no ser dueña de su propia vida, teniendo que huir o morir si no acata las directrices impuestas por esos dioses del averno que se creen todopoderosos, estos han olvidado que solo son tristes figuras de barro y que cuando caen se rompen en mil pedazos.
Siempre hay que observar y escuchar a los demás para saber cuáles son sus necesidades, a los líderes les corresponde la responsabilidad de ser honestos dirigentes para conocer las demandas de los ciudadanos y luchar por el bien común —como decía: Marco Aurelio, Emperador de Roma: “no gastes más tiempo argumentando acerca de lo que debe ser un buen hombre. Sé uno”—. Nuestra existencia en el planeta tiene como objetivo vivir con respeto y dignidad, no hay otra meta; sobrevivir con miedo anula la libertad de ser quienes somos, de expresarnos y de crear nuestra propia historia.
Si echamos una mirada hacia atrás, veremos que la historia de la humanidad está hecha de llantos. A lo largo de milenios, la mayoría de los países han sido sometidos por conquistadores sembrando dolor y caos, destruyendo la identidad de pueblos enteros. Ha llegado el momento de comprender que la vida no es un campo de batalla en ningún aspecto —colectivo y personal—, todos tenemos el mismo derecho a elegir nuestra historia y a vivir con dignidad y respeto. No olvidemos que todos los países del mundo han sido conquistadores y conquistados y todos han perdido. La humanidad debe ser liberada con la no violencia para que los derechos de los seres humanos prevalezcan en justicia y libertad por encima de los deseos ambiciosos de algunos individuos.
El clarín de la paz ha sonado de nuevo, su resonancia se oye en los más recónditos lugares de la tierra y su vibración toca a todas las almas dispuestas a vivir en la paz, la alegría y prosperidad; la vida necesita esperanza para poder realizar sueños, hay muchos caminos y un solo objetivo, vivir. El espíritu del cosmos conoce nuestra naturaleza profunda y sabe que solo la paz nos puede indicar el camino que necesitamos para que seamos mejores personas, y, para ello, debemos aprender y respetar la gran riqueza de todos los pueblos que habitan en el planeta —tradiciones, creencias, culturas—, lo que evitará caer de nuevo en la temeridad de la injusticia que es la base de la violencia.
La paz no es ausencia de conflicto, la paz es altruismo, antorcha que nos ayuda a iluminar la sombra y trae consigo unidad, entusiasmo y ganas de vivir. La paz es la fortaleza donde el egoísmo, debilidad y tibieza tienen prohibida su entrada, porque esas conductas avivan el fuego del ego enfermo y desmesurado de la injusticia. La lucha por la paz es una lucha sin armas bélicas, solo las armas de la conciencia, del amor, de la libertad, del sentido común pueden ser utilizadas para restablecer el equilibrio del ser humano.
Las huestes de la paz se han puesto en marcha al oír la trompeta de la voz incitante del destino “es la hora del cambio”. Como dijo Lavoissier: “Nada se crea, todo se transforma”, y nos corresponde a cada uno de nosotros transformar nuestro campo de batalla en un oasis fértil para que todos podamos vivir con alegría, libertad y prosperidad.
(Dibujo Lorena Ursell. «La Naturaleza Sagrada del Ser Humano»)