Mi aldea ha desaparecido, pero su nombre quedará para siempre grabado en mi corazón. Llevo varios meses errando por caminos de tierra, escondido con mis compañeros, el miedo y el terror que me hacen temblar al oír cualquier ruido. Estoy tan cansado de ver como la tierra se tiñe de rojo, de ver los árboles llorar, de ver tantos cuerpos tirados que ya casi no siento nada, es como si un candado cerrara mi corazón para que pueda seguir avanzando en este terrible escenario.
Me ahogo en este desierto de muerte, no me quedan lágrimas y mi voz se ha roto de tanto gritar y de lanzar preguntas al aire. Escondido en una pequeña cueva, me encontró un nómada que comprendía mi dolor y entendía mi miedo; sus serenos ojos me hicieron sentir confianza y empecé a hablar y como un torrente no pude parar. Compartí momentos íntimos de mi familia, el amor de mis padres y el cariño de mis hermanos; hablé de la vida en mi apacible aldea —sentí su cálido aire y recordé sus caminos de polvo, la lucha de palos a pies descalzos, la risa de mis vecinos, las historias de los mayores y sobre todo el beso robado de mi amor escondido—. Mis ojos bañaron la tierra, el dolor de mi alma lanzó un grito desgarrador cuyo eco hizo mover las entrañas de la tierra.
Este hombre de paz me ayudó mucho con sus consejos y sabiduría. Mis heridas físicas sanaron así como algunas del alma. Después de un tiempo volví a ponerme en camino. Vagué sin rumbo hasta que un atardecer llegué a una aldea perdida en las montañas. Su gente amable y sonriente, me ofrecieron un plato de comida y una cama en una humilde cabaña; pero su cielo era tan hermoso, de un azul profundo tachonado de luces, que decidí dormir al raso. A la mañana siguiente dije adiós a mis amigos y volví a mi camino. Elegí una vereda y la seguí hasta que encontré una pequeña choza donde había señales de otro caminante. Al tercer amanecer oí la melodía de la piedra y del agua mezclada con el color del infinito dorado y eso me hizo sentir una alegría que creía perdida. Comprendí que la destrucción es devastación y muerte. Todos deseamos vivir, pero nos destruimos hasta morir, curiosa paradoja del hombre.
Ahora observo este maravilloso lugar de silencio y paz y veo mi vida desfilar, —la alegría de mi aldea junto a mi familia y amigos, horror y miedo cuando vinieron y arrasaron la vida de todos—. La soledad y el silencio me ayudaron a sanar las heridas de mi alma. No se puede borrar el pasado, lo que es, es; pero sí podemos mejorar el presente. He recordado una frase que mi madre me decía cuando estaba triste: “no desperdicies la vida, llénala de risas y espolvoréala con alguna lágrima dulce, así podrás vivir y sonreír”. Vuelven deseos de amar, mi voz canta con el aire, me pongo en camino para ir en busca de mi destino.
Soy un nómada que transita por los caminos de la vida, donde se oye el canto de la piedra y del agua, donde los colores del amanecer y del ocaso se unen en la luz del horizonte para darnos nuevas oportunidades. Sentado frente al mar, disfruto de un atardecer dorado; vuelvo a ver esos ojos serenos que tanto me ayudaron y escucho su voz fuerte y melodiosa repitiendo: “la paradoja del hombre no tiene fin —mata en lugar de vivir, destruye en vez de construir, odia por no amar—. Vive intensamente. Las dificultades traen nuevas oportunidades. El miedo nos hace prisionero y perdemos el control de nuestros pensamientos. Mantén la serenidad dentro de la tormenta. La vida no es un terreno árido de sufrimiento, es un campo verde de amor donde las cosas simples nacen, crecen y mueren en su ciclo natural. El amor aporta a los hombres el presagio de la felicidad, don de la vida. Transita por los caminos de la vida dejando tu huella en la piedra, pero sobre todo sé un guerrero de generosidad, humildad y libertad. Sé paciente y no te alteres por lo que otros digan o hagan, no se puede luchar contra el ego de dos leones en guerra”.