Cuando una puerta se abre, nunca nada será como antes.
Sé que el azar no existe, todo en el planeta está entrelazado —situaciones, personas, encuentros y desencuentros—, lazos invisibles que se mueven para destruir la ignorancia e instalar la lucidez en la vida de cada ser humano.
Una tarde de primavera, mientras Javier y yo tomábamos un café frente al mar y me hablaba de su último viaje a las profundidades de la selva amazónica brasileña, entre luces, el crepúsculo se vistió con su manto carmesí dejándonos sin palabras ante su belleza. Javier es un trotamundos en busca de enigmas que la razón no entiende, así como de tesoros y secretos del alma. Los ojos de Javier centelleaban como diamantes en el océano del firmamento —“regreso a ese mágico lugar donde Ailin me espera y donde las personas forman un solo ser con la naturaleza, porque el respeto crece como las flores silvestres y no se pisotea aunque haya desavenencias”— me dijo.
Después de unos días atravesando bosques y cruzando varios ríos llegamos a un pequeño poblado en medio de una vegetación exuberante y de una belleza sobrecogedora, sus gentes eran amables y sonrientes. Aunque no hablaba su idioma, me sentí inmediatamente arropada: “la familia de mi hermano es nuestra familia”, decían entre abrazos y con sus alegres miradas; para celebrarlo, por la noche, hicieron una fiesta donde no faltó la música, el baile, la risa y el canto bajo el cielo estrellado donde por primera vez sentí que todos formábamos parte de ese gran manto.
Me levanté muy temprano, los extraños ruidos me sobresaltaban, salí a respirar el aire puro y el silencio mágico se rompió con los cantos del coro de los pájaros al amanecer y por los susurros del aire que anunciaban a los duendes que era hora de continuar con sus quehaceres. Los primeros rayos dibujaron, en el gran lienzo del horizonte, bocetos con colores nítidos y brillantes como nunca había visto. Me cautivó esa belleza serena y me sentí hechizada ante tanta grandeza. Estaba tan absorta en mis sensaciones que no oí acercarse a Inko, el chamán del poblado y alrededores; como no entendía sus palabras, me señalaba con sus manos abiertas el cielo, la naturaleza, el poblado, y las unía en su corazón en señal de gratitud y recogimiento haciéndome sentir que el espíritu del amor está por todas partes. Javier salió de la cabaña y se nos unió. Permanecimos en silencio ante el magnífico espectáculo de luces que el amanecer nos brindaba.
Después de disfrutar de un agradable desayuno en compañía de todos, Javier me invitó a seguirlo. Llegamos a un paraje idílico, bajamos hacia el río y nos bañamos, mi cuerpo agradeció el contacto del agua cristalina y refrescante. Disfrutamos del silencio, de la belleza y del concierto del lugar. Le comenté con tristeza que era una gran pérdida para el planeta y la humanidad el ataque sin tregua contra el pulmón de la naturaleza, que cada día se ahogaba un poco más. Javier contestó: “La deforestación en el Amazonas es un crimen que causa graves daños al planeta, humanidad y, en especial, a los habitantes de este lugar a los que están exterminando, ese crimen siempre queda impune, pues los poderosos son los que lo ordenan para satisfacer su hambre y sed de codicia”. Javier estaba ensimismado y su mirada fue más allá de la presente realidad, al cabo de un rato volvió a comentar: “todos los seres humanos tenemos que reanudar el contacto con el reino animal y vegetal, percibir la tierra con todos los sentidos, lo que crea crecimiento y respeto por la vida y elimina el sentimiento de soledad al ser conscientes de que formamos parte de un todo. La naturaleza se recrea ella misma cada día con mayor belleza y variedad, al igual que el ser humano. Si no sentimos respeto por nosotros, no lo sentiremos por nadie ni por la naturaleza, lo que traerá graves problemas a la tierra, ya conocemos sus consecuencias. La vida no es poder y dinero, la vida es amar y respetar lo que tenemos”. Lo miré un instante tratando de comprender el significado más allá de las palabras, sus ojos brillaban como soles en verano, tuve la impresión de que su cuerpo se fundía con el paisaje.
Cada día nos aventurábamos por diversos parajes extraordinarios hasta el día del enlace que navegamos río arriba, las nubes cargadas no dejaron de arrojarnos agua durante el trayecto, pero al acercarnos al poblado las nubes habían abierto un claro para dejar paso a dulces y cálidos rayos; Inko y Javier se miraron y supe que los duendes de la naturaleza eran sus compañeros. Javier estaba exultante de felicidad. Nos dieron la bienvenida con una alegría sincera que emanaba del corazón. Las flores aromatizaban el lugar, adornaban cabellos, trajes y casas. Sentía que formaba parte de algo especial, pero no sabía qué era. Cuando la luna llena apareció, se oyó una sinfonía sublime que procedía del canto de la naturaleza y de los presentes; de una casa adornada con flores rojas y blancas salió Ailin, hermosísima que, además, dejaba ver la belleza que había debajo de su piel, su largo pelo azabache, su tez tostada y sus ojos negros como la noche sin luna la hacían parecer una diosa. Llevaba una túnica de dibujos dorados y plateados que fulguraban con los rayos de la luna, con pasos firmes y mirada cautivadora se acercó a Javier, unieron sus manos, pronunciaron unas palabras y se besaron sellando para siempre su unión. Fui testigo del hechizo del amor; comprendí que esa sensación especial que sentí era ver la unión de la naturaleza con los seres humanos, todo y todos formábamos parte de la misma esencia.
Unas semanas más tarde, Inko vino a nuestro encuentro, habló con Javier y este me dijo: “esta noche Inko quiere ir contigo a un lugar muy especial”. —“No voy a comprender”— dije, a lo que contestó: “la sabiduría se expresa a través de la percepción de la intuición, no de las palabras”. Por la noche, Inko vino a buscarme, llevaba pintado el símbolo del infinito en su frente y en su corazón un círculo dorado, me llevó a un lugar donde algunos árboles sabios y milenarios habían creado un círculo natural. Nos sentamos frente a frente, cogió mis manos y sentí una descarga en todo mi cuerpo, su magnetismo era arrollador. “Desconecta tu mente y deja libre tu corazón, la esencia de la vida debe ser sentida, no analizada” palabras que oía como un eco lejano. Me miró con sus ojos abismales y empezó una canción. Cerré los ojos y dos arcoíris se unieron para formar un círculo eterno de principio y fin. Al cabo de un rato, sentí que se levantaba, me dijo algo al oído y se fue. Me quedé en ese mundo mientras las dudas y miedos fueron derrumbados y barridos por los relucientes colores. No sé cuánto tiempo estuve así, mi cuerpo imploró el movimiento y después de mover los pies y las piernas, me levanté. Regresé al poblado con las primeras luces, Javier y Ailin me recibieron con un abrazo y ojos radiantes de alegría. Desayunamos y vi que las estrellas iban desapareciendo una a una arrojando lazos invisibles, dando paso al nuevo amanecer. Supe que era el momento de volver. Ese día por la tarde abandoné el poblado con gran tristeza en mi alma —me dolía la separación física con esas personas tan extraordinarias que habían sabido unir naturaleza y humanidad— sé que no hay separación, pues todo está entrelazado por lazos dorados, la vida es encuentros y desencuentros.
Regresé a casa, pero todo había cambiado porque yo no era la misma, y volví a oír ese eco lejano “cuando una puerta se abre, nunca nada será como antes”. Unos días después amanecí con unas palabras del duende de los viejos árboles: “Cuando se une el cuerpo y el espíritu, se abre esa puerta que nos permite entrar en otra dimensión que la razón no puede comprender. El tiempo es el momento entre la causa y el efecto. El momento del ahora es el instante. Es siempre. Recuerda que somos creadores de nuestra propia realidad y depende de nosotros crear un paraíso o infierno terrenal. Tu corazón es libre, encuentra el coraje de seguirle. Los nudos del azar nos juntan o nos separan, el mundo invisible solo se ve con los ojos del alma y es cuando todo cobra sentido”. Comprendí esas verdades eternas que se reflejaban en el espejo de mi alma.
Abrí mis alas para dirigir mi vuelo hacia esa puerta abierta que une la esencia de la naturaleza y de la humanidad, donde se une el amor celeste y terrenal.
(foto privada)