He vuelto a tener una noche agitada de esas que parece que estoy en un tiovivo dando vueltas y vueltas, hasta que el frío me despierta. Tengo esa sensación de alegría y tristeza en mi cuerpo, huella imperecedera de ese sueño repetitivo donde las llamas de una hoguera se transforman en una hermosa mujer que danza al ritmo del crepitar del fuego y de los sonidos del bosque. Antes de levantarme, revivo durante unos minutos las sensaciones que convergen en mi corazón; percibo ecos lejanos que no comprendo aunque tengo un vago cosquilleo. Me levanto y voy directa a la ducha, necesito sentir el agua fría en mi cuerpo, estoy sudando, un calor abrasador quema mis entrañas.
Con ese sabor agridulce voy a trabajar. Hoy tengo una reunión importante con mi principal cliente para debatir sus inversiones y conseguir pingües beneficios para ambos. Me apasiona el reto, la competencia, ganar.
Al finalizar el trabajo y de regreso a casa, mi cuerpo acusa un cansancio extenuante, algo infrecuente en mí. Necesito sumergirme en un baño caliente para relajar mi cuerpo y mente, pensaba. Después del baño y con mi mano aún mojada, retiro el vaho para verme en el espejo; me golpean las palabras que pronuncié en la reunión: “machacar hasta conseguir el resultado”, inmediatamente, sentí cómo mi estómago se estrujaba. No comprendo lo que me pasa. Veo mi reflejo y no me reconozco; esos ecos del sueño hacen vibrar algo en mi interior, surgen peguntas: ¿quién eres ahora?, ¿dónde están tus sueños y deseos?, ¿qué sentido tiene tu vida? Dos lágrimas amargas corren por mis mejillas mojadas. Algo en mi interior me hace sentir que me he extraviado y mi reflejo lo manifiesta. Duele profundamente ver mi realidad, ahora no son lágrimas que bañan mi cara, son torrentes de dolor que ahogan mi corazón. Salgo y cierro la puerta de un golpe. Me preparo una copa de vino blanco, me tumbo en el sofá y escucho jazz para evitar oír la voz de mis diablillos que no paran de hacer ruido dentro de mi cabeza: “la vanidad es la causa de todos los extravíos de los sentidos”. Observo mi vida, sin juicios ni emociones. Recuerdos que distan una eternidad entre mi verdadero yo y mi actual caricatura comienzan a resurgir con una fuerza sobrenatural. Siento cansancio, sopor y cierro los ojos.
Los rayos del sol me despiertan, sigo en el sofá. Como un autómata me visto y salgo de casa. Necesito tomar aire fresco. Subo al coche y conduzco sin dirección y para no seguir oyendo a mis diablillos, pongo el volumen de la radio a tope; el coche, como si tuviera vida propia, se dirige a la carretera que lleva a las montañas, a mi pequeña cabaña. Estoy como en trance, solo puedo seguir adelante. Al cabo de varias horas llego al pequeño pueblo de casas de piedras y calles empedradas, tiene tanto encanto que me hace sentir bien tan solo con verlo; siento calma, sensación que no sentía desde hacía mucho, mucho tiempo.
A la mañana siguiente, después de la ducha, vuelvo a limpiar el espejo de vaho y vuelvo a ver mi reflejo, no me gusta lo que veo; el cansancio es agotador y esas preguntas vuelven galopando como un elefante en su huida. Salgo de la cabaña y me dirijo hacia el lago cercano. ¡Cuánto tiempo hacía que no venía! No recordaba su belleza. “Me vi cuando era niña y venía con mis padres de acampada, por la noche hacíamos una fogata; sus llamas de colores vivos me hipnotizaban y recordé de pronto a la señora de fuego que danzaba con las llamas, su largo pelo rojo, labios carmín, tez dorada y una gran sonrisa daba una belleza singular a su cara. Bailaba entre las llamas con soltura y elegancia”. Como una explosión volvió ese recuerdo de mi sueño y comprendí que no era un sueño, sino un recuerdo olvidado.
Al atardecer regresé. Sentí la serenidad que emana de la madre tierra cuando se prepara para descansar. La policromía del bosque y del atardecer me hizo sentir ese escalofrío de unión con la madre tierra que había olvidado. Me senté con gran respeto para no perturbar su reposo, pero de pronto la sinfonía de la noche empezó con el coro de las aguas cristalinas para dejar paso al ritmo de la brisa que hacía danzar las ramas que producían sonidos de maracas y el canto de las aves nocturnas mientras las luciérnagas danzaban en honor a la luna. Poco a poco, los colores se transformaron en profundos abismos para magnificar el espectáculo del universo. Ante tal grandeza me sentí muy pequeña; con profundo respeto hice un círculo con piedras y encendí una hoguera, de repente las llaman, se reavivaron y apareció la señora de pelo rojo, tez dorada, cuya sonrisa iluminó el abismo del universo.
Estaba hipnotizada, las preguntas sin respuestas volvieron a danzar en mi mente: ¿Quién eres ahora? ¿Dónde están tus sueños y deseos? ¿Qué sentido tiene tu vida? Me quedé callada y en esa milésima de segundo donde el tiempo y el espacio no existen, volví a mi infancia. “Me vi con mis padres un sábado de luna nueva, yo tenía siete años; hicimos una hoguera mientras en el cielo caían estrellas fugaces y otras brillaban como diamantes. Mientras cenábamos mi padre contaba historias, pero yo no escuchaba, estaba hipnotizada por las llamas. Veía a la señora del fuego bailar, me levanté y me puse a danzar con ella al compás de la sinfonía del bosque; mis padres me miraban sin comprender lo que hacía, aunque sonreían. Mientras bailaba supe que quería plasmar en lienzos la esencia del fuego en toda su expresión —letras de fuego que bailan en el cielo, amaneceres mágicos y atardeceres serenos; llamas que dan luz a la vida cuando emergen del corazón del ser que lo siente y ascienden a través de una espiral de transformación para crear nuevos universos; seres de fuego que bailan al compás de los latidos de los seres vivos; fuego creador que como esencia divina crea la vida—, veía esos flashes aunque no los comprendía. También, me vino el recuerdo de esa tarde de primavera cuando era estudiante de arte y mis compañeros se burlaban de mi obsesión por el fuego, incluso mis padres no me comprendían y aunque no dijeran nada sus miradas lo decían. Mi baja estima y vulnerabilidad hicieron que dejase atrás mi pasión para hacer lo que otros querían. Mis padres me educaron según su camino y no el mío, así fue como me olvidé de mí y nació mi caricatura”. Como un rayo en la oscura noche, comprendí y volví a mirar a la señora, vi su sonrisa de comprensión y empatía: “nunca es tarde para empezar si ese es aún tu deseo. Siempre hay que vivir según los dictados del corazón para encontrar el sentido de la vida, pues él sabe lo que tú ignoras; recuerda que el sonido de tus latidos es el sonido de la creación”, dijo.
Sentí una fuerza poderosa que impregnaba todas mis células, la fuerza de querer ser yo misma, de aprender a mirar para ver mi vida, a tener confianza y compromiso conmigo misma —el valor de lo que aprendemos radica en lo que queremos que sea nuestra vida—; tuve la certeza de que tenía que dejar de pelear para volver a ser guerrera en mi vida. Me levanté y bailé junto a la señora del fuego esa danza de las llamas de los corazones vivos; cerré los ojos y sentí cómo las llamas me envolvían, me había convertido en la mujer de fuego. “Hay que ser valientes, pero no temerarios, dejar que muera lo que tiene que morir y que viva lo que tiene que vivir, una cosa es aprender para no repetir el pasado y otra renegar de tus raíces”, me dijo con su sempiterna sonrisa antes de desaparecer entre los colores rubí y magenta.
Cuando regresé a la cabaña, lo primero que hice fue mirarme en el espejo. Vi a una mujer bella, llena de fuerza y deseos, que reía y bailaba al son de su corazón de fuego, donde las llamas son esencia de vida y amor.
Mi vida cambió para siempre, pues dejé a un lado las apariencias y me centré en mi alma; plasmé en lienzos letras de fuego para que su chispa iluminara el universo y mantuviera con vida la esencia del fuego en el corazón de todo aquel cuya añoranza la sintiera en la piel.
(Foto docemasuna.com)