La filósofa soñadora

La filósofa soñadora

Por la noche me acosté sin pensar en el mañana, di por hecho que todo sería igual, pero mi vida cambió esa mañana de primavera, cuando el sol encendía sus luces y sus colores de fresa y mandarina nos anunciaban un nuevo día; unos golpes en la puerta y mi amigo me vino a decir que tenía que marcharme a toda prisa porque mis ideas de cambio, tolerancia y apertura molestaban a los que ostentaban el poder; su tic nervioso me hizo comprender la convulsión de su alma y la urgencia en mi huida.

Salí de mi casa con el mínimo equipaje y empecé a caminar sin rumbo ni dirección, solo deseaba salir de esas murallas —que no solo nos defienden del exterior, sino que también nos limitan nuestros pensamientos y libertad porque no quieren que las miradas se pierdan camino del horizonte—. Caminaba, caminaba…, estaba tan cansada no solo por mis pies con llagas, sino de tanta ignorancia, injusticia y represión.  Mis pasos acompañaban a mi rostro marcado por el tiempo que huyó del país de la sombra; —en momentos sombríos recuerda que “la verdad duele porque nos hace crecer, pero nos proporciona serenidad, que es la flor del despertar”, me repetía, una y otra vez, la sabiduría del alma vieja de mi padre—. Con estos ecos llegué al desierto cuando el sol se teñía de púrpura —unos recuerdos sangrantes volvieron como un azote a mi corazón que añoraba lo que tejió con otros corazones amantes y sabios, parece que sucedió hace tanto tiempo que no queda huella porque mi tristeza todo lo envuelve de angustia y nostalgia. Apareció la primera estrella y me ofreció su luz y alegría, mi alma se lo agradeció recuperando sus colores dorados con suaves melodías y, en ese momento, prometí que la voz de las ideas de libertad sería una voz viva y viajaría a través del aire y de los corazones vivos a todos los rincones del mundo y no sería apagada ni encerrada por la opresión porque esa voz es la llama del alma.

Empujada por el viento, he navegado entre olas amargas, lluvias torrenciales y brisas cálidas hasta que llegué a la orilla del desierto de dunas doradas. Mi soledad me ha devuelto el silencio, y, oigo, la risa de mis reflexiones que me dicen: “siente la presencia de tu alma y no dejes que los vientos de esa enfermedad, de violencia y opresión que viaja en el alma de esos déspotas que corroen la esperanza, sequen tu fuente de agua del conocimiento porque ellos han olvidado lo que significa tener sed.  Los que dudan de sí mismos se pierden en el laberinto de la vida, no es bueno devolver los golpes sino evitarlos. Lo más hermoso del mundo es el conocimiento, la sabiduría, la sed de la verdad y nada lo podrá destruir porque habitan en el corazón de cada hombre y mujer que saben que la esperanza siempre ha de volver”.

Desde que me fui he hecho muchos amigos en el camino, conversando con todo aquel que quería compartir su ciencia, secretos y sabiduría; por las noches dialogaba con mi sabio consejero, el silencio; contemplaba los diamantes en el cosmos negro y profundo como un abismo donde solo el amor reside y es guardián de grandes secretos a través de milenios —mixtura de lo sagrado y profano—, creando un puente entre lo divino y humano, ambos, engranajes de mi alma que siempre me han ayudado. Los recuerdos y saberes se agolpan para salir en estampida, la puerta se ha abierto y entra aire fresco, las ideas, pensamientos y palabras bailan con el viento sembrando nuevos amaneceres que emergen desde las profundidades del océano.

Un atardecer, sentada sobre una duna, sintiendo la arena en mis pies y manos, mirando al mar que jugaba con las olas, borrando huellas en la arena, me vino ese recuerdo tan querido a mi alma, el encuentro de aquel hombre silencioso y delicado, alto, enjuto, amable, sonriente, yo tenía 7 años, me llevó a su casa y me acogió en su familia para siempre; me enseñó muchas disciplinas, pero la más importante fue la de unir lo sagrado y profano. Tenía un medallón que siempre me gustó. Al cumplir trece años me lo regaló —una estrella de cinco puntas, en el centro un sol y dentro un corazón; en la cara opuesta, había grabado una flor—.

El medallón tenía el secreto de la noche de los tiempos y me enseñó a soñar y a volar hacia ese puente entre lo divino y humano, me imaginaba caminos mágicos de flores y viejos árboles donde las ninfas bailaban y me hacían compañía.  Soñaba con conversaciones donde todos aprendemos de todos y compartimos saberes. Soñaba con gobiernos limpios y leales al pueblo, donde la opresión daba paso a la libertad. Soñaba con sentir la fragancia del Amor para poder romper cadenas y conocernos mejor. Comprendí que el océano no pertenece a las olas, que las olas crean caminos sobre la arena, que el agua borra y que el amor revitaliza todo aquello que no florece tanto en el alma como en la tierra, porque penetra a través de la piel y de la piedra.

Durante un tiempo, mis sueños de libertad y aromas se volvieron sombríos porque me aprisionaban murallas de personas cuyas ideas estaban llenas de odio y rabia por tabúes, prejuicios, temores…; pesadillas que vuelven con la niebla de la noche como fantasmas en un cementerio de tumbas vivas. Suspiros y lágrimas me tragaba, pero me devolvieron las fuerzas para emprender un nuevo vuelo hacia las cumbres nevadas, donde viven personas que tienden puentes entre lo divino y humano; donde el corazón es el rey y maestro de la sabiduría ancestral; donde el perfume del amor es infinito y flota en el aire alimentando el alma con las más audaces ideas y palabras—.  Energía que volvía a vibrar en ese rincón de mi alma donde reinaba la humilde dulzura del saber que mi padre me enseñaba con amor, pasión y grandeza.

Me gusta ver bailar las palabras con las ideas; me gusta subir y pasear sobre el puente profano para llegar a lo sagrado. Me gusta hablar con las estrellas para que me cuenten sus secretos y sueños y ver bailar a la luna con pasión junto al sol. Antes de iniciar el vuelo, aprieto con amor el medallón que me abrió las puertas a los secretos del profundo universo. “Una gran raza de pensadores con una fuerza hercúlea hará cambiar las ideas y pensamientos de los hombres y mujeres. El león de la espiritualidad se ha despertado porque el amor genera por sí solo todo lo que necesitamos”, palabras que mi padre me dijo el día de mi decimotercero cumpleaños y quedaron grabadas a fuego en mi piel, enseñándome a luchar, soñar y volar.

La paradoja del hombre

La paradoja del hombre

Mi aldea ha desaparecido, pero su nombre quedará para siempre grabado en mi corazón. Llevo varios meses errando por caminos de tierra, escondido con mis compañeros, el miedo y el terror que me hacen temblar al oír cualquier ruido. Estoy tan cansado de ver como la tierra se tiñe de rojo, de ver los árboles llorar, de ver tantos cuerpos tirados que ya casi no siento nada, es como si un candado cerrara mi corazón para que pueda seguir avanzando en este terrible escenario.

Me ahogo en este desierto de muerte, no me quedan lágrimas y mi voz se ha roto de tanto gritar y de lanzar preguntas al aire. Escondido en una pequeña cueva, me encontró un nómada que comprendía mi dolor y entendía mi miedo; sus serenos ojos me hicieron sentir confianza y empecé a hablar y como un torrente no pude parar. Compartí momentos íntimos de mi familia, el amor de mis padres y el cariño de mis hermanos; hablé de la vida en mi apacible aldea —sentí su cálido aire y recordé sus caminos de polvo, la lucha de palos a pies descalzos, la risa de mis vecinos, las historias de los mayores y sobre todo el beso robado de mi amor escondido—. Mis ojos bañaron la tierra, el dolor de mi alma lanzó un grito desgarrador cuyo eco hizo mover las entrañas de la tierra.

Este hombre de paz me ayudó mucho con sus consejos y sabiduría. Mis heridas físicas sanaron así como algunas del alma. Después de un tiempo volví a ponerme en camino. Vagué sin rumbo hasta que un atardecer llegué a una aldea perdida en las montañas. Su gente amable y sonriente, me ofrecieron un plato de comida y una cama en una humilde cabaña; pero su cielo era tan hermoso, de un azul profundo tachonado de luces, que decidí dormir al raso. A la mañana siguiente dije adiós a mis amigos y volví a mi camino. Elegí una vereda y la seguí hasta que encontré una pequeña choza donde había señales de otro caminante. Al tercer amanecer oí la melodía de la piedra y del agua mezclada con el color del infinito dorado y eso me hizo sentir una alegría que creía perdida. Comprendí que la destrucción es devastación y muerte. Todos deseamos vivir, pero nos destruimos hasta morir, curiosa paradoja del hombre.

Ahora observo este maravilloso lugar de silencio y paz y veo mi vida desfilar, —la alegría de mi aldea junto a mi familia y amigos, horror y miedo cuando vinieron y arrasaron la vida de todos—.  La soledad y el silencio me ayudaron a sanar las heridas de mi alma. No se puede borrar el pasado, lo que es, es; pero sí podemos mejorar el presente. He recordado una frase que mi madre me decía cuando estaba triste: “no desperdicies la vida, llénala de risas y espolvoréala con alguna lágrima dulce, así podrás vivir y sonreír”. Vuelven deseos de amar, mi voz canta con el aire, me pongo en camino para ir en busca de mi destino.

Soy un nómada que transita por los caminos de la vida, donde se oye el canto de la piedra y del agua, donde los colores del amanecer y del ocaso se unen en la luz del horizonte para darnos nuevas oportunidades. Sentado frente al mar, disfruto de un atardecer dorado; vuelvo a ver esos ojos serenos que tanto me ayudaron y escucho su voz fuerte y melodiosa repitiendo: “la paradoja del hombre no tiene fin —mata en lugar de vivir, destruye en vez de construir, odia por no amar—. Vive intensamente. Las dificultades traen nuevas oportunidades. El miedo nos hace prisionero y perdemos el control de nuestros pensamientos. Mantén la serenidad dentro de la tormenta. La vida no es un terreno árido de sufrimiento, es un campo verde de amor donde las cosas simples nacen, crecen y mueren en su ciclo natural. El amor aporta a los hombres el presagio de la felicidad, don de la vida. Transita por los caminos de la vida dejando tu huella en la piedra, pero sobre todo sé un guerrero de generosidad, humildad y libertad. Sé paciente y no te alteres por lo que otros digan o hagan, no se puede luchar contra el ego de dos leones en guerra”.

Somos fragmentos de nuestro pasado

Somos fragmentos de nuestro pasado

Noches enteras de fiesta hasta altas horas de la mañana, donde el alcohol bañaba mi cuerpo tanto por fuera como por dentro, muchas veces acompañado de alguna que otra sustancia como aperitivo, perdiendo la consciencia más de una vez, así como a mi única hermana, quien estaba harta de mis borracheras y sus consecuencias.

Un día después de una noche loca de tanto alcohol y polvos blancos conduje dando bandazos hasta que mi coche chocó contra una escultura en medio de una rotonda, quedándome inconsciente. Un policía me llevó al hospital y cuando me desperté me condujo a la comisaría y después ante el juez, quien me envió a un centro de desintoxicación en lugar de a la cárcel.

Mi ingreso en ese tranquilo lugar fue de todo menos apacible. Mi chulería y falta de respeto hacia los demás, tanto cuidadores como personas que estaban recibiendo ayuda, fue de lo más grosero e insolente. Busqué con desesperación lo que me faltaba porque el síndrome de abstinencia me volvía loca, incluso me escapé para ir en busca de cualquier cosa. Después de pasar unos días sin salir de mi habitación, mi cuidador me dio a elegir: “vas a las charlas o vas a la cárcel”. Mi decisión me llevó a la sala de reuniones donde cada uno contaba su drama.

Entre varias historias, una me tocó muy cerca, un compañero de fatigas empezó a hablar de su madre, del hambre que pasó, de cigarros a punto de encender una hoguera, de decenas de botellas vacías pero nunca comida. Mi memoria empezó a abrirse como una flor en primavera, pero no en belleza, sino en dolor y angustia. Mis recuerdos se agolparon con violencia. Reviví una escena que aún la tengo grabada a fuego: “una noche fría de invierno con mucha nieve en la calle, mi madre quiso hacer un trineo con el felpudo para bajar la empinada calle, me cogió entre sus brazos y nos lanzamos calle abajo, yo tenía 4 años, al final de la calle nos chocamos contra un coche que en ese momento estaba parado por un semáforo en rojo; ella se cayó al suelo y yo me hice daño en los brazos”. Emergieron imágenes que tenía enterradas en la profundidad de mi alma, recordé las veces que mi hermana y yo pasamos hambre; las veces que veíamos a nuestra madre tendida en el suelo al volver del colegio, hasta que un día no se levantó. Los servicios sociales nos acogieron, nos separaron porque mi hermana era mayor.  Las nuevas casas de acogida cambiaron el alcohol por malos tratos y violación. Cuando tuve edad suficiente me escapé para no volver y me dediqué a hacer lo que más me había dolido ver, “beber hasta desmayarme”.

Esos recuerdos abrieron una herida sangrante, aun sin cicatrizar, volviéndome huraña e irascible, me refugié en mi habitación; no quería hablar con nadie porque me avergonzaba de mí misma, —volví a oír las mofas de los niños en la escuela, oí el rugido del hambre, veía a mi madre tirada en el suelo…, las casas de acogida y a ese hombre mayor al que llamaban abuelo—. Lloré sin parar, pero no por mi madre o por el abuelo, lloré por mi autodestrucción, ¡cuántas veces quise volar!

El cuidador nunca se daba por vencido y volvió con su ayuda y consejos y volví a las charlas, a los dramas de otras vidas, hasta que comprendí que todos llevamos un gran dolor encerrado en nuestro corazón porque somos fragmentos de nuestro pasado. Reconocí que la autocompasión no lleva a la solución, a cada uno nos toca decidir si queremos entrar por la puerta y vaciar nuestro corazón o entrar por la ventana a trompicones haciéndonos daño y dejando moratones. Tardé unos meses en darme cuenta de que hay otra vida fuera de la droga y del alcohol. Cuando se acercaba el día de mi salida, tuve un ataque de angustia, no quería irme, me sentía segura dentro de ese lugar y sentía que allí era fuerte y podía hacer frente a mis demonios de ruidos, bares, fiestas, recuerdos y dolor.

Mi cuidador, al sentir mi angustia, vino a hablar conmigo, me hizo comprender que lo más importante en mi vida en ese momento fue descubrir quién era yo. Acepté que mi vida ha sido la que fue y no podía cambiarla, pero sí aprovechar esta oportunidad para volver a empezar.

Al tercer día de estar en mi casa, entre el ruido de la calle, mis amigos invitándome a una copa, la música, el tabaco estuve a punto de recaer, pero los recuerdos me golpearon con violencia y recordé lo que mi cuidador me dijo cuándo lloraba de desesperación: “tu vida es la que y es la que fue. No puedes cambiar el pasado, pero las dificultades te dan nuevas oportunidades. El diálogo contigo misma es el más importante porque de él dependen tus decisiones y acciones. Nada ha sido inútil en tu vida, tus esfuerzos y combates te han llevado a ser la persona que en la actualidad eres. Todos gritamos y lloramos, nos enfadamos con todas las personas que nos rodean, sentimos un dolor desgarrador en nuestra alma causado por la autodestrucción; sin embargo, hemos aprendido que cuando nos caemos y nos hacemos daño, con voluntad y esfuerzo nos levantamos. La vida tiene piernas y se mueve, el único gran problema consiste en dormir despierto, en la inacción o autocompasión”.

He vuelto a tener contacto con mi hermana y juntas hemos llorado el dolor y el tiempo perdido. Decidimos ir juntas al Centro cada semana para ayudar y dar apoyo a otras personas. Muchas veces repito una y otra vez lo que a mí me dijeron el primer día: “Sé valiente y mírate al espejo, descubre quién eres, atrévete a dialogar contigo, aprende a reflexionar y a inspirarte de la vida”.

Todos somos fragmentos del pasado, el dolor incluso nos puede llevar a la autodestrucción, pero siempre hay alguien a nuestro lado que nos tiende un lazo o nos da un abrazo para ayudarnos a salir de ese pozo oscuro. Como decía Winston Churchill: “nunca rendirse, nunca, nunca, nunca, nunca en nada grande o pequeño, importante o insignificante, nunca te rindas”.

El lenguaje del silencio

El lenguaje del silencio

Mis largas caminatas a través de la naturaleza, me llevaron a un bosque mágico, de altos árboles y bellas flores, donde los colores y olores cambiaban según las estaciones. En un pequeño y escondido camino conocí a un sabio roble, cuyas raíces enterradas en la tierra le daban fuerza y proporcionaban serenidad a aquel que se sentaba bajo sus ramas; nos hicimos amigos después de unos encuentros y así fuimos anudando una sincera amistad durante muchos años; me sentaba durante horas sintiendo su fuerza y serenidad y dejándome arrullar por la suave melodía del viento, así aprendí el lenguaje del silencio.

Hoy, me siento confusa y gris como esas nubes a punto de descargar toda su fuerza. Tengo que tomar una decisión, no sé hacia donde debo ir ni qué camino tomar, pero sé que esa decisión cambiará mi vida; la indecisión y la confusión me hacen sentir angustia. Me siento encima de sus raíces, cierro los ojos para sentir serenidad en mi alma y poder oír las palabras del silencio de mi buen amigo, el roble.

“Lanzas al aire miles de preguntas para obtener respuestas. En momentos previos a tomar la decisión me abres tu alma y me cuentas tus miedos y temores ante lo desconocido; sabes que es en esos momentos de incertidumbre cuando tienes que luchar por tu vida para crear tu destino, transformando tus deseos en acciones para que no sean ilusiones. Los cambios en la vida son necesarios y positivos, aunque, a veces, es duro salir del confort de la rutina, dejar los hábitos que son los que te hacen sentir una ficticia seguridad porque es lo que conoces. Los cambios son vitales para avanzar y crear una nueva vida.  Necesitas extender tu visión para comprender y abordar tu confusión bajo otra dirección, creando un ambiente propicio para tomar tu decisión. A veces, sin mirar ni saborear, dejas pasar los días y no comprendes que eso que pasa y no vuelve es la vida. No la mires pasar, sé valiente y camina hacia tu destino.

Vivir en el confort de la rutina crea resistencias, murallas, apegos. Esas resistencias a abandonar esa zona de confort es la que provoca miedos y te hace vivir bajo las presiones de unas reglas impuestas por la sociedad, donde, prácticamente, todos sois iguales, misma comida, misma costumbre, misma ropa, mismo comportamiento…; la idiosincrasia de cada uno se está perdiendo; dos de las cualidades más importantes del ser humano, la imaginación y la creatividad están rumbo al baúl del desván.

Todos buscáis reconocimiento, seguridad, amor, pasáis la vida buscando a ese ser amado que os colme, pero que nunca llega porque lo buscáis en el sitio equivocado, si no te amas, no puedes amar. La falta de amor y de confianza es la causante de todos los males de vuestra vida. Por esta razón vivís en la resistencia, con choques frontales que provocan sufrimiento y violencia. El cambio, el ir más allá de los límites y dejar de vivir una vida lineal, es la alternativa para transformar lo aburrido en divertido, cada alternativa excluye algo, pero hay que avanzar y no tener miedo del obstáculo. Muchas conciencias duermen y no quieren despertar de ese sueño hipnótico que ha sido impuesto para mejor controlar, lo que produce un riesgo en vosotros mismos y en vuestra vida.

La fuerza de tu motivación es la que te hará avanzar y te ayudará a saltar o a esquivar el obstáculo que ahora imaginas. Esa confusión, ese miedo, desaparecerá cuando tomes la decisión y empieces a caminar. Tu vida te pertenece así como tu destino, el deseo te lleva a la acción y la acción al resultado”.

Cuando dejó de hablar sentí una paz extraordinaria y una alegría sublime por sus palabras, le di las gracias y él me regaló un trocito de su alma. Comprendí que si realmente quiero florecer como persona, elegir y encontrar mi destino, tengo que tomar la decisión que me dicte el corazón. Es maravilloso tener amigos tan especiales con los que puedes conversar de todos los temas de la vida, incluso los más profundos del alma, sin juicios ni excusas. Somos lo que somos, para comprenderlo tuve que dejar atrás egos y apegos.

La esperanza ante la desesperación

La esperanza ante la desesperación

Muchas tardes me acerco a la orilla del mar a recoger viejos maderos de algún barco desgastado por sus muchas travesías que se han ido perdiendo en el océano y han llegado a esta orilla; me gusta recogerlos e intentar hacer con ellos alguna obra de arte, crear vida de algo muerto porque así me siento yo, en este enigmático país de melancolía cuyos ríos misteriosos están surcados por ácidas lágrimas.  Soy un fugitivo y huérfano del amor, hui del hogar cuando era muy joven creyendo poseer la fuerza, el coraje y la valentía para ir en busca de mis sueños.

Recuerdo que en mi huida tenía mucha prisa, y, no vi la piedra en el camino, así, en el primer tropiezo, me quedé tirado en la cuneta y mis sueños conmigo. Desde entonces, hace ya treinta años, vivo en la autocompasión y destrucción hacia mi persona y hacia los que me rodean porque sufren mi carencia de amor.

Hoy, mi hijo ha hecho lo mismo que hice yo, marcharse; pero, él tuvo la valentía de despedirse, valentía que no tuve yo. Hoy, también, me he enterado de que mis padres se han ido y una profunda tristeza ha inundado mi alma; no sé por qué ese sentimiento nace ahora después de tantos años. Algunas personas cercanas, incluyendo a mi hijo, me tendieron una mano cuando dejaba a mi paso botellas vacías y otras apiladas esperando a ser vaciadas. Desprecié sus manos porque las fuerzas para enfrentarme a sus miradas me habían abandonado hacía mucho tiempo.  Preferí quedarme en ese oscuro rincón donde el dolor y la autocompasión junto con mi represión interior habían matado incluso mis más lejanos y profundos anhelos, porque anestesié mis sentimientos con rabia para no sentir culpa.

Un día cayó en mis manos un libro cuyas palabras decían: “para dejar huella debes de ser Hombre”. Observé desde lo alto mi oscuro teatro y comprendí que el telón siempre había estado bajado; nunca hubo ninguna obra que representar, porque mi vida había sido escrita como una novela sin autor, edificada en una muralla de silencio y olvido entre mi corazón sombrío, mi familia y algunos conocidos.

A pesar de navegar por ríos de melancolía, logré imponer mi voluntad a mi dolor, iniciando el vuelo del ángel y dejando atrás a la bestia. Quebré la parálisis de mi vida al haber construido un sigiloso viacrucis de dolor y sufrimiento. En ese momento sonó en mi corazón una campana despertándome de ese letargo de muerte, donde los pensamientos que me habitaban estaban en perpetuo diálogo y en dramático desacuerdo. La vibración de la campana se quedó impresa en mi alma y como un observador miniaturista observé las carencias de mi vida fugitiva.

Esas palabras “para dejar huella debes de ser Hombre” me devolvieron a la vida, a la libertad, al mundo de las quimeras y sueños, a conversar con almas sencillas, aprendiendo a saborear caminatas y reflexiones serenas, a disfrutar de una calma antes nunca insospechada. Así surgió el cosquilleo del conocimiento de estar vivo, cuya finalidad es cultivar el camino con semillas de sabiduría para que florezca el saber universal de la vida. Descubrí la esperanza ante la desesperación.

Mi carencia de amar fue sustituida por amor que como un meteorito incandescente atravesó mi alma, cuando me encontré cara a cara con mi hijo, sus ojos lagrimosos llenos de dulzura y perdón me devolvieron mi sueño más profundo, amar y ser amado. Ahora sé que la huella que toda persona debe dejar es sentir el amor, porque no hay alegría más grande que amar. La esperanza nos salva y la alegría y el amor se unen en ese punto entre el crepúsculo y el mar para que hagas lo que hagas siempre podamos encontrar la paz.

 

Déjà vu

Déjà vu

¡Qué agotador es caminar por caminos sin rumbo ni dirección! Se gana cansancio y frustración y se pierde la vida, ensimismado en mis pensamientos, caminaba cuando, en un punto alejado del camino, divisé un viejo e imponente olivo, cuando me acerqué su figura mágica, me ofreció su sombra. Me senté y al sentir la tierra fui consciente de mi propio cansancio y me dormí. Fue un sueño reparador, cuando me desperté un perro me observaba moviendo su cola. No hacía ningún ruido y le agradecí su silencio con una caricia. Nos miramos y comprendí que seríamos compañeros.

Cuando me levanté él también lo hizo, tiró del pantalón para hacerme comprender que teníamos que coger un sendero más pequeño que yo no había visto. No había ni un alma y le pregunté a mi “compañero” que así se llamaba el perro —¿a dónde vamos?—, por respuesta dos ladridos, movía la cola y siguió caminando. Llegamos a un claro donde había un pequeño arroyo, nos sentamos a descansar y a refrescarnos; —sentía una extraña sensación de bienestar y exaltación, sensación de saber que estoy donde debo estar y hago lo que tengo que hacer—.

Continuamos caminando y llegamos a un pequeño pueblo de casas de piedras y viejas vigas de madera. Entramos en una pequeña pensión para pasar la noche. Mi compañero, movía el rabo sin parar porque le gustaba el lugar. Al día siguiente, nos pusimos en marcha temprano y mi amigo me guío de nuevo fuera del camino; —me sentía bien, dejándome guiar, incluso me gustaba, era una nueva sensación, —me vinieron escenas de mi vida cuando aún tenía familia y era dueño de mi empresa; perdí todo a causa de mi violencia y despotismo lo que me llevó a este camino sin rumbo, transformando mi piel en hiel—.  El aire cambió y sentí el olor marino; a medida que nos acercábamos empezamos a oír el rugido del océano. Desde el acantilado la vista era espectacular, —la danza infinita de las olas llenaban el aire con esa mágica composición que solo la bravura del océano en todo su esplendor puede crear.   Esa danza nos daba la bienvenida invitándonos a acercarnos. Bajamos por un camino escarpado hasta la playa, y encallada entre las rocas encontramos una vieja barca. Decidimos que nos quedaríamos un tiempo, teníamos todo lo necesario. Nos sentamos a ver el atardecer y a medida que avanzaba la tarde y el sol se vestía de color azafrán, sentí que el ciclo de la vida era infinito: amanecer / atardecer, nacimiento / muerte. La vía láctea brilló con todo su esplendor, trazando el camino de millones de brillantes estrellas y observando ese camino me quedé dormido.

Mi llanto fue el saludo al mundo; pero al sentir los brazos de mi madre que me acogían con profundo amor y delicadeza y me daban la bienvenida a este maravilloso planeta, me calmé; su mirada llenó mi corazón de amor y gratitud. Mi pequeño cuerpo aún guardaba las memorias de un viaje por el infinito universo. Oía un eco lejano: “venís solos y solos os vais, pero recuerda que no estás solo en la vida porque todos formáis el camino de las estrellas”.

Durante muchos años, tuve un sueño recurrente: “caminaba perdido y sin rumbo por caminos solitarios porque mi avaricia y violencia hicieron que perdiera todo lo que tenía, familia y empresa. Tenía un perro por compañero que siempre estaba contento y me guiaba por estrechos senderos hasta que llegamos al mar y yo me dormí mirando el camino de las estrellas”.

Cuando terminé la universidad monté mi empresa de reparación de barcos y me casé. Como cualquier relación tuvimos algunos altibajos, y, uno de ellos derivó en una crisis profunda, mi egocentrismo y despotismo tuvieron consecuencias huracanadas de destrozo y desolación. Me dolía el corazón al ver el daño causado por la violencia de mis palabras y el miedo a perder todo; el sueño recurrente se volvió un escenario vivo. Era un “déjà vu”, reconocí mi destino; en ese momento, comprendí que la vida nos enseña lecciones para no repetir nuestros errores.

ooOoo

“Déjà vu”, son percepciones e intuiciones que se nos muestran a través de sueños, de vivencias… Quien no ha sentido ese “lo conozco, me es familiar, parece que nos conocemos de toda la vida…”; hay lugares, momentos, personas que reconocemos sin saber por qué. El “déjà vu”, está ahí para ayudarnos a recordar que nuestras historias están entrelazadas, no hay tiempo ni espacio, por lo tanto, no hay pasado ni futuro, solo existe el presente porque todos formamos parte del Alma del universo y estamos en continuo movimiento.

(Dibujo Lorena Ursell. “La Naturaleza Sagrada del Ser Humano”).